jueves, 28 de marzo de 2013

Nada es lo que parece V


Ilustraciones de Eliz Segoviano.




CAPÍTULO QUINTO




Al cabo de un rato Ayla se percató de que el camino la llevaba directamente hacia un bosque de aspecto sombrío, que parecía esconder en su interior cosas bastante desagradables.

-¿No se podría rodear ese bosque en lugar de atravesarlo? -preguntó Ayla al Aire.

-No -respondió el Aire en su oído derecho.

-¿Y hay cosas muy feas ahí dentro? -volvió a preguntar Ayla al Aire.

-Sí -volvió a contestar el Aire en su oído izquierdo.

-No me vas a contar nada más, ¿verdad? -dijo Ayla un poco molesta.

-Verdad -respondió el Aire revolviendo el pelo de Ayla y dando por concluida la conversación.

El bosque se encontraba ya a pocos metros y cada vez que Ayla pensaba en la clase de monstruos y bestias que podía encontrar en aquel lugar tan oscuro y frío, le flojeaban las piernas. El miedo quiso obligarla a correr en sentido contrario pero, antes de que tuviera tiempo de conseguirlo, Ayla se encontró rodeada por los enormes y centenarios árboles del tenebroso bosque.

La niña se obligó a ir con cuidado, a vigilar cada sombra, a sospechar de cada ruido, aunque lo que de verdad le apetecía era hacer caso al miedo y salir corriendo a la máxima velocidad que pudieran sus piernas. Cualquier pequeño crujido la hacía saltar y cualquier minúsculo movimiento la hacía detenerse con el corazón a punto de escapar por su garganta.

De improviso algo pasó a toda velocidad junto a Ayla. Ese mismo algo, sin detenerse, le tocó el brazo y ese mismo, mismísimo algo, emitió un sonido parecido a: ¡Tuuuuvaaaashhhhh!”, o algo por el estilo. Ayla se giró en la dirección hacia la que la cosa había corrido pero no vio nada. El silencio y la quietud volvieron al bosque y Ayla siguió su camino con más cautela que antes.

Y entonces volvió a ocurrir: la misteriosa sombra pasó a su lado tan velozmente que lo único que pudo ver fue un montón de hojas que volaban en todas direcciones, y la misma voz de antes volvió a lanzar aquel extraño: “¡Tuuuuvaaaaaaaaaashhhhh!”. Volvió Ayla a girarse para intentar averiguar qué cosa monstruosa era esa que la acosaba, pero tampoco esta vez vio nada más que las hojas y ramitas que salían despedidas en todas direcciones al paso de “aquello”.

Ayla estaba cada vez más asustada. ¿Qué era esa cosa? ¿Era animal, vegetal o mineral? ¿Por qué la acosaba de aquella manera tan extraña? Se quedó quieta y esperó que aquello volviera a aparecer, pero tras unos minutos de espera sin que regresara, decidió seguir adelante.

Y entonces, cuando menos se lo esperaba, volvió a ocurrir.

Una ráfaga de aire, un toque en el hombro y aquel curioso alarido: “¡Tuuuuuvaaaaash!”

Ayla se dio la vuelta rápidamente y se quedó sentada -una vez más- en el suelo del susto que se llevó al encontrarse frente a un canguro con una ridícula pajarita de color rojo brillante que, cruzado de brazos, le espetaba:

-Bueno. ¿Qué? ¿Juegas o no juegas?

-¿Qué? ¿Cómo? -preguntó Ayla dando muestras de su gran inteligencia y sin poder apartar la vista de la llamativa pajarita mientras se ponía en pie.

-¡Que si juegas o no juegas! -repitió el canguro con los brazos en jarras.

Ayla no entendía nada. Hacía un momento estaba convencida de que la atacaba algún monstruo sanguinario, y ahora un canguro con una pajarita la mar de fea le preguntaba no sé qué sobre jugar. Tanta caída le debía de estar afectando al cerebro... aunque los golpes los estaba recibiendo en el lugar opuesto.

-Yo creía que este bosque estaba lleno de monstruos -dijo Ayla mientras frotaba su dolorido trasero.

-¿Monstruos? ¿Quieres decir como ese de ahí atrás? -respondió el canguro señalando algo que se encontraba a la espalda de Ayla, quien, lentamente, se giró para toparse con una gran cara azul que la miraba fijamente con cuatro ojos verdes (los de arriba mucho más grandes y verdes que los de abajo), una bocaza llena de dientes afilados y una enorme lengua babeante.

Ayla dio un salto hacia atrás y en ese momento el monstruo decidió abrir la enorme bocaza y gritar:

-¡Tuuuuuuuvaaaaaaaaaaaash! -al tiempo que le daba un golpe que -y esto es algo totalmente nuevo- envió a Ayla otra vez al suelo.

La niña, desde donde estaba sentada, miró al bicho con la boca abierta. Era enorme, era feo, era peludo, era todo brazos y piernas y garras y dientes, también usaba pajarita... y debía de ser el peor monstruo que nadie pueda imaginarse porque, más que miedo, daba risa.

-¿Qué es eso que grita? -preguntó Ayla al malhumorado canguro.

-Ya te dije yo que esta chica es tonta, Charlie -dijo el canguro al babeante monstruo.

-No soy tonta, bueno, al menos antes no era tonta y no creo que me haya vuelto tonta de repente, vamos, creo yo, es sólo que no entiendo lo que dice ese... ese... ese bicho.

-Charlie no es un bicho -replicó el canguro con pajarita-, es... es... bueno, no sé lo que es pero no es un bicho, niña tonta.

-Vale, no es un bicho, pero sigo sin entender lo que ha dicho.

-Pues está bien claro, ha dicho que tú la llevas.

-¿Que la llevo? ¿Qué llevo? -y Ayla se miró por todos lados buscando eso que se suponía que llevaba.
El canguro puso los ojos en blanco y preguntó:

-¿Pero es que nunca has jugado a “Tú la llevas”?

-¡Aaaaaaah! -dijo Ayla- ¡Te refieres a eso!

-Sí, a eso me refiero.

-Vale, pues no la llevo.

-Sí que la llevas. Yo vi como Charlie te la pasaba hace un rato.

-Pero yo no quiero llevarla, no tengo tiempo para llevarla.

-Pues pásala.

-Muy bien. Tú la llevas -dijo Ayla al tiempo que daba un golpecito en el hombro del canguro y se ponía nuevamente en marcha.

 

jueves, 21 de marzo de 2013

Nada es lo que parece IV


Si aún seguís visitándome (¿hay alguien ahí?) y os apetece (y tenéis tiempo), podéis pasar por el blog de Eliz Segoviano -autora de las ilustraciones del cuento- y leer la entrevista que me ha hecho, sólo tenéis que hacer clic AQUÍ :D.

Y ahora os dejo con Ayla y sus aventuras...




CAPÍTULO CUARTO






Ayla oyó unas pesadas pisadas a su espalda y cuando se giró para ver de donde procedían... ¡PLAAAFFF! Sobre ella cayó una tromba de agua helada, con tanta fuerza, que -otra vez- volvió a quedarse sentada en el suelo y con cara de tonta.

-¡Esto ya se está volviendo una costumbre muy poco divertida! -se lamentó poniéndose de pie más empapada que antes aunque, eso sí, sin pizca de tomate.

¿Quién la habría mojado de semejante manera?, pensaba mientras trataba de escurrir algo del agua que caía de su ropa y su pelo. Y al girarse vio que, frente a ella, se detenían dos patas tan gruesas como troncos, y al levantar la cabeza -muy lentamente-, descubrió que dichas patas estaban unidas a una enorme cabeza. La cabeza, a su vez, iba pegada a dos enormes orejas, dos enormes colmillos y una enorme trompa de la que aún caían unas pocas y brillantes gotas de agua. Al final de la trompa asomaba una espléndida sonrisa de enorme oreja a oreja enorme, y tras ella se encontraba lo que parecía ser un gigantesco elefante de peluche de un brillante color naranja con lunares morados.

-Hola -dijo Ayla con algo de preocupación.

-Hola -respondió, sonriente, el elefante naranja con lunares morados moviendo alegremente sus orejotas.

-Estooo... ¿Has sido tú quien me ha mojado? -preguntó Ayla mientras retorcía su pelo y dejaba caer un par de litros de agua sobre la hierba.

-Sí -respondió el elefante al tiempo que movía la cabeza de arriba abajo-. Me pareció que necesitabas ayuda para quitarte todo ese zumo de encima. ¿Me he equivocado? -preguntó dando unos saltitos de preocupación, que hicieron temblar el suelo.

-Bueno... no, la verdad es que estaba muy sucia -dijo Ayla estrujando su camisón y dejando caer otro par de litros de agua-. Supongo que tengo que darte las gracias.

-De nada -contestó el elefante, y su enorme sonrisa se hizo -aunque parecía imposible- aún más grande.

-Bueno, ahora tengo que encontrar el modo de secarme antes de que pille un resfriado -dijo Ayla con un gran suspiro, y miró alrededor como si creyera que, colgada de algún árbol, iba a encontrar una toalla. ¿Y por qué no? Después de todo estaba en un lugar en el que el aire hablaba, los caminos eran ríos de zumo de tomate, las cebras vestían uniforme y los elefantes eran de color naranja con lunares morados.

-¡También puedo ayudarte con eso! -exclamó, de lo más entusiasmado, el sonriente elefante.

Ante la asustada mirada de Ayla, el elefante aspiró una grandísima bocanada de aire, que transformó sus mejillas en un par dos globos de color naranja y, a continuación, lo soltó todo de golpe sobre ella.
Ayla voló, arrastrada por el aire recién salido de los pulmones del elefante, y acabó sentada -una vez más- en el suelo varios metros más allá. Eso sí, ya no le quedaba ni gota de agua en su ropa ni en su pelo.

El amable elefante trotó alegremente hasta donde estaba Ayla, con aquella permanente sonrisa suya y le preguntó si necesitaba alguna otra cosa:

-No, no -se apresuró a decir Ayla-, no, gracias, de verdad, estoy muy bien así, en serio, no es necesario que me ayudes más. Solo necesito saber si voy en la dirección correcta para llegar a las Montañas de las Pesadillas.

El elefante abrió mucho los ojos y, por primera vez, se quedó sin sonrisa. Durante un par de minutos la miró en completo silencio y luego, repentinamente, giró sobre sus patas y corrió a esconderse tras un álamo cercano, encogiéndose todo lo que pudo -que no era mucho- y poniendo las dos patas delanteras sobre sus ojos -lo que no resulta nada fácil cuando eres un elefante-. Temblaba tantísimo que el árbol se agitaba como si lo sacudiera un vendaval, y Ayla tuvo que hacer un gran esfuerzo para no reírse ante el cómico aspecto que ofrecía el pobre elefante al intentar ocultar aquel enorme corpachón tras un árbol tan pequeño.

El elefante se destapó un solo ojo y, con un susurro tembloroso, como si temiera que las temibles montañas lo oyeran, contestó:

-Solo tienes que seguir ese camino -y señaló con la trompa hacia un sendero pedregoso- y te llevará directamente a las montañas esas.

En cuanto hubo dicho esto el elefante salió de su escondite y corrió en dirección opuesta a la que había indicado, sin sonreír, ni despedirse, ni nada.

Ayla lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista, y luego se giró hacia las oscuras montañas. Le habría encantado hacer lo mismo que el elefante y volver a casa pero no podía hacerlo: si quería librarse de aquellos horribles sueños tenía que seguir adelante. Así que, asustada pero decidida, se puso nuevamente en marcha.




jueves, 14 de marzo de 2013

Nada es lo que parece III

Ilustraciones de Eliz Segoviano.




CAPÍTULO TERCERO





Aquel camino rojo era tan ancho como una autopista aunque por él no pasaban ni coches, ni carros, ni caballos, ni caracoles, ni nada -bueno, nada sí que pasaba, la verdad es que había un porrón de nada pasando-. Y sin embargo, a pesar de no haber tráfico alguno, a alguien -vete a saber a quién- se le había ocurrido pintar en el suelo un paso de cebra.
Y hacia allí se dirigió dispuesta a cruzar, tal y como le habían enseñado en casa y en el cole.
Pero justo cuando iba a poner el pie en la primera de las gruesas líneas blancas apareció -vete tú a saber de dónde- una cebra vestida con uniforme de color azul, que la paró y, con cara de pocos amigos y voz de pito, le dijo:
-¡Alto ahí! ¡Por aquí no puedes pasar!
-¿Cómo que no? ¿No es esto un paso de cebra? -preguntó Ayla, un poco sorprendida y otro poco enfadada.
-Efectivamente, eso es: un paso de cebra... y por eso no puedes pasar.
Ayla frunció el ceño, miró fijamente a la cebra, abrió la boca, cerró la boca, miró el paso de cebra, volvió a mirar a la cebra de uniforme azul con voz de pito y, finalmente, dijo:
-No lo entiendo. A mí me han enseñado que cuando deba cruzar, busque un paso de cebra para hacerlo, y ahora usted me dice que no puedo pasar por este paso de cebra.
-¿Que te han enseñado que debes cruzar por los pasos de cebra? ¡Qué barbaridad! ¿Quién te ha dicho semejante tontería? ¡Niñas pasando por un paso de cebra! ¡Lo que hay que oír! ¿Y las cebras por dónde pasan? ¿Por los pasos de niña? ¡Menuda burrada! ¡Todo el mundo sabe que los pasos de cebra son para las cebras y nada más que para las cebras!
-Pues en el lugar de donde yo vengo, los pasos de cebra no son para las cebras porque las cebras están en la sabana y no necesitan sitios para cruzar.
-Claro, claro y ahora también me dirás que en ese sitio tan curioso, las cebras no hablan y que van por ahí sin nada de ropa -y la cebra de uniforme azul y voz de pito empezó a reírse como si le hubieran contado el mejor chiste de la historia.
Ayla estuvo a puntito a puntito de hablarle sobre la vida de las cebras en África, pero se lo pensó mejor y, en lugar de eso, dijo:
-Muy bien, no puedo pasar por aquí, ¿y entonces, por dónde puedo cruzar?
-Por donde quieras... menos por aquí porque esto es...
-Solo para cebras. Ya, ya -terminó la niña.
-Exactamente. Paso para niñas, a la derecha. Paso para cebras, aquí. Paso para ovejas, a la izquierda. Paso para monstruos malvados, por arriba.
Ayla miró hacia la derecha, luego miró hacia el cielo, luego miró hacia la izquierda y luego, señalando justo al lado del paso, preguntó:
-¿Y por aquí mismo? ¿Puedo pasar? -preguntó Ayla señalando justo al lado del paso.
-Si quieres... Mientras no pises el paso de cebra, no hay problema -dijo la cebra de uniforme azul y voz de pito, encogiéndose de hombros.
Pues claro que quería. Total, no parecía que nada la fuera atropellar -o quizás sí pero, a fin de cuentas, que te atropelle nada no duele- así que, ¿para qué buscar otro sitio por el que cruzar pudiendo hacerlo ahí mismo, al lado del paso de cebra? Dio un paso adelante con mucha decisión y poca precaución y... ¡¡¡CHOOOOFFFF!!! Descubrió de golpe -y menudo golpe- y porrazo -y menudo porrazo- que aquello no era ni camino, ni carretera, ni sendero, ni autopista ni nada parecido. No señor. Aquello tan rojo que ella había tomado por una extraña especie de autopista era, nada más y nada menos, que un espeso y resbaladizo río de zumo de tomate, en el que cayó de culo y del que salió con mucha dificultad, empapada en zumo desde la planta de los pies hasta la coronilla y con cara de asco.
-¿Y ahora cómo me quito toda esta porquería? -preguntó al Aire.
-No te preocupes, tengo la sensación de que enseguida tendrás ayuda -respondió el Aire.


 Pilar, la osa polar, ha salido a patinar, con su patinete nuevo.